CARTAS DESDE LA TIERRA – CARTA XI

Carta XI

La historia humana está teñida de sangre en todas las épocas, cargada de odio y manchada de crueldad; pero después de los tiempos bíblicos estos rasgos han marcado límites de alguna clase. Aun la Iglesia, desde el principio de su supremacía, que posee el crédito de haber derramado más sangre inocente que todas las guerras políticas juntas, observa el límite. Pero noten ustedes que cuando el Señor, Dios de Cielos y Tierra, Padre Adorado del Hombre, está en guerra, no hay límite. Es totalmente inmisericorde, Él, a quien llaman Fuente de la Misericordia. ¡Él mata, mata, mata! A todos los hombres, bestias, jóvenes, niños; también a todas las mujeres y niñas, excepto aquellas que no han sido desfloradas.

No hace ninguna distinción entre el inocente y el culpable. Los infantes eran inocentes, al igual que las bestias, muchos de los hombres, mujeres y niñas, pero tuvieron que sufrir con los culpables. Lo que el insano Padre quería era sangre e infortunio; le era indiferente quién los padeciera. El más duro de todos los castigos se administró a personas que de ninguna manera pudieron haber merecido tan horrible suerte: treinta y dos mil vírgenes. Se les palpó sus partes privadas para asegurarse de que aún poseían el himen intacto; después de esta humillación se las desterró de su hogar, para ser vendidas como esclavas, la peor de las esclavitudes y la más humillante: la esclavitud de la prostitución, la esclavitud de la cama, para excitar el deseo y satisfacerlo con sus cuerpos; esclavas para cualquier comprador, ya fuera un caballero o un rufián sucio y basto. Fue el Padre el que infligió este castigo inmerecido y feroz a esas vírgenes desposeídas y abandonadas, cuyos padres y parientes Él mismo había asesinado antes sus ojos. ¿Y mientras tanto ellas le rezaban para que las compadeciera y rescatara? Sin duda alguna Esas vírgenes eran ganancia de guerra, botín. Él reclamó su parte y la obtuvo. ¿Para qué le servían las vírgenes a Él? Examinen su historia posterior y lo sabrán.

Sus sacerdotes también obtuvieron su cuota de vírgenes. ¿Qué uso podían hacer de las vírgenes los sacerdotes? La historia privada del confesionario católico romano puede responder esta pregunta. La mayor diversión del confesionario ha sido la seducción, en todas las épocas de la Iglesia. El padre Jacinto atestigua que de cien sacerdotes confesados por él, noventa y nueve habían usado el confesionario con eficacia para seducir a mujeres casadas y a jóvenes. Un sacerdote confesó que de novecientas niñas y mujeres a quienes había servido como padre confesor en su época, ninguna había conseguido escapar a sus abrazos lujuriosos, excepto las viejas o las feas. La lista oficial de preguntas que un sacerdote debe hacer es capaz de sobreexcitar a cualquier mujer que no sea paralítica.

No hay nada en la historia de los pueblos salvajes o civilizados que sea más completo, más inmisericorde y destructivo que la campaña del Padre de la Misericordia contra los madianitas. La historia oficial no da incidentes o detalles menores, sino informaciones globales: todas las vírgenes, todos los hombres, todos los niños, todos los seres que respiran, todas las casas, todas las ciudades; traza un amplio cuadro, que se extiende hasta donde llega la vista, de ardiente ruina y tormentosa desolación; la imaginación agrega una quietud desolada, un terrible silencio –el silencio de la muerte. Pero por supuesto hubo incidentes. ¿Dónde obtener la información?

De la historia fechada ayer. De la historia de los pieles rojas en Norteamérica. Ahí se copió la obra de Dios, siguiendo el verdadero espíritu de Dios. En 1862, los indios de Minnesota, profundamente ofendidos y traicionados por el gobierno de los Estados Unidos, se levantaron contra los colonos blancos y masacraron a todos aquellos que fueran alcanzados por su mano, sin perdonar edad ni sexo. Consideren este incidente.

Doce indios atacaron a la madrugada una granja y capturaron a la familia. Esta estaba formada por el granjero, su mujer y cuatro hijas, la menor de catorce y la mayor de dieciocho. Crucificaron a los padres; es decir, los hicieron pararse completamente desnudos contra la pared del salón y les clavaron las manos en ella. Luego desnudaron a las hijas, las tendieron en el piso delante de sus padres, y las violaron repetidas veces. Finalmente crucificaron a las hijas en la pared opuesta a la de los padres, y les cortaron la nariz y los senos. Además, sucedió, pero no detallaré eso: hay un límite. Hay indignidades tan atroces que la pluma no puede escribirlas. Un miembro de la pobre familia crucificada –el padre- estaba todavía vivo cuando llegaron en su auxilio dos días más tarde. Ahora conocen ese incidente en la masacre de Minnesota. Les podría dar cincuenta. Cubrirían todas las diversas clases de crueldad que puede inventar el talento humano.

Y ahora ya saben, por estos relatos verídicos, qué sucedió bajo la dirección personal del Padre de la Misericordia en su campaña madianita. La campaña de Minnesota fue solamente el duplicado del exterminio madianita. Nada sucedió en una que no hubiera sucedido en la otra. No, eso no es totalmente cierto. El indígena fue más comprensivo que el Padre de las Mercedes. No vendió a las vírgenes como esclavas para atender a la lascivia de los asesinos de su familia mientras duraran sus tristes vidas; las violó y luego caritativamente hizo breves los sufrimientos siguientes, terminándolos con el precioso regalo de la muerte. Quemó algunas de las casas, pero no todas.

Se llevó a las bestias inocentes, pero no les arrebató la vida. ¿Se puede esperar que este mismo Dios sin conciencia, este desposeído moral, se convierta en maestro de moral, de dulzura, de mansedumbre, de justicia, de pureza? Parece imposible, extravagante; pero escúchenlo. Estas son sus propias palabras:

  • “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos.
  • Bienaventurados los que lloran, porque ellos recibirán consolación.
  • Bienaventurados los mansos, porque ellos recibirán la tierra por heredad
  • Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados.
  • Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán la misericordia.
  • Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.
  • Bienaventurados los pacificadores, porque ellos serán llamados hijos de Dios.
  • Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos.
  • Bienaventurados sois cuando por mi causa os vituperen y os persigan, y digan toda clase de mal contra vosotros, mintiendo”.

Los labios que pronunciaron esos inmensos sarcasmos, esas hipocresías gigantescas son exactamente los mismos que ordenaron la masacre total, tanto de hombres, niños y animales madianitas; la destrucción masiva de casas y pueblos, el destierro masivo de las vírgenes a una esclavitud inmunda e indescriptible. Esta es la misma Persona que atrajo sobre los madianitas las diabólicas crueldades que fueron repetidas por los pieles rojas, detalle por detalle, en Minnesota, muchos siglos más tarde. El episodio madianita lo llenó de alegría, lo mismo que el de Minnesota, o lo hubiera evitado.

Las bienaventuranzas y los capítulos de Números y Deuteronomio citados, siempre deberían ser leídos juntos desde el púlpito; entonces la congregación tendría un retrato completo del Padre Celestial. Sin embargo, no he conocido un solo caso de un sacerdote que lo hiciera.

 

FIN

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