CARTAS DESDE LA TIERRA – CARTA VI

CARTA VI

El tercer día aproximadamente se descubrió que había quedado una mosca, el viaje de regreso resultó largo y dificultoso, debido a la falta de cartas de navegación y de brújula y por el aspecto alterado de la costa, ya que el agua que subía constantemente había cubierto algunos de los mojones bajos y dado a los más altos una apariencia desusada pero después de dieciséis días de búsqueda seria y leal, por fin se encontró a la mosca que fue recibida con himnos de alabanza y gratitud mientras la familia permanecía descubierta en señal de respeto a su origen divino.

Estaba extenuada y el mal tiempo le había producido sufrimientos, pero aparte de eso estaba en buenas condiciones. Muchos hombres habían muerto de hambre con sus familias en las cumbres peladas, pero a ella no le había faltado comida, que la multitud de cadáveres la ofrecía en putrefacta y maloliente abundancia. Así fue providencialmente preservando el sagrado pájaro.

Providencialmente. Esa es la palabra justa. Porque la mosca no había quedado allí, por accidente. No, la mano de la providencia estuvo en ello. Los accidentes no existen. Todas las cosas que suceden, suceden con algún fin. Están previstas desde el principio del tiempo. Desde la aurora de la creación, el señor había previsto que Noe, alarmado y confundido ante la invasión de los fósiles prodigiosos huiría del mar prematuramente sin llevarse un cierto mal implacable. Llevaría todas las otras enfermedades y podría distribuirlas entre las nuevas razas humanas a medida que aparecieran en el mundo, pero le faltaría la mejor: la tifoidea: un mal que, si las circunstancias son especialmente favorables, puede contaminar a un paciente por completo sin matarlo; porque puede permitirle incorporarse nuevamente dotado de un largo término de vida, pero sordo, mudo, ciego, invalido e idiota. La mosca es su principal diseminadora. Y es más competente y calamitosamente eficaz que todos los otros distribuidores de flagelo juntos. Y así preordenada desde el principio del tiempo esta mosca quedo para buscar un cadáver con tifoidea y alimentarse de su podredumbre y untarse las gatas con los gérmenes para transmitirlos al mundo repoblado definitivamente. Y así en los siglos transcurridos desde, entonces billones de lechos de enfermos se han surtido de esa mosca, que ha enviado billones de cuerpos en ruinas a arrastrarse sobre la tierra, y ha reclutado cadáveres para llenar billones de cementerios.

Es muy difícil comprender la naturaleza del Dios de la Biblia, tal es la confusión de sus contradicciones, con la inestabilidad del agua y la firmeza del hierro; con una moral abstracta de bondad gazmoña compuesta de palabras y una moral concreta infernal compuesta de actos; con mercedes pasajeras de las que se arrepienten para caer en una malignidad permanente.

Sin embargo, cuando tras mucho cavilar no llega a la clave de su naturaleza, se puede llegar por fin a entenderla. Con una franqueza juvenil, extraña y sorprendente, él mismo nos da la clave. ¡Son los celos!

Imagino que estos los dejará sin aliento. Ustedes saben, porque yo se lo he dicho en una carta anterior, que entre los seres humanos los celos están claramente considerados como un defecto; una de las marcas más distintivas de todas las mentes más pequeñas y de la cual hasta las más pequeñas se avergüenzan; y la cual niegan mintiendo si se les acusa de poseerla pues la acusación hiere como un insulto.

Los celos. No lo olviden, recuérdenlo. Son la clave. Con esa clave llegamos con el tiempo a comprender a Dios; sin ella nadie puede entenderlo. Como he dicho, Él mismo exhibe esta clave de modo que todos pueden conocerla. Cándido dice con el mayor desembarazo: “Yo el Señor, tu Dios, soy un Dios celoso.”

Es nada más que otra forma de decir “Yo el Señor, tu Dios soy un pequeño Dios, preocupado por las cosas pequeñas».

Él preveía: no podía soportar la idea de que ningún otro Dios recibiera una parte del homenaje dominical de esta cómica e insignificante raza humana. Lo quería todo entero para Sí.

Pero esperen. No soy justo; no lo presento como es, el prejuicio me ha llevado a decir lo que no es cierto. No dijo que quisiera el total de adulaciones; no dijo que no estuviera dispuesto a compartirlas con los otros dioses; lo que dijo fue: “No pondrás a otro Dios antes de mí».

Es una cosa muy distintiva y lo coloca en una mejor posición lo confieso. Había una abundancia de dioses, los bosques, según dicen, estaban llenos de ellos y todo lo que Él pedía era ser considerado a la misma altura que los otros. No por encima de ellos, pero no por debajo. Estaba dispuesto a que ellos fertilizaran a las vírgenes terrenales, pero no a concederles mejores términos que los que pudiera reservarse para sí mismo. Quería ser considerado su igual. Sobre esto insistió en el más claro de los lenguajes: no permitía otros dioses antes que Él. Podían marchar hombro con hombro, pero ninguno de ellos podría encabezar la procesión, ni reclamar para sí el derecho de encabezarla.

¿Creen que pudo mantenerse en esa recta y honorable posición? No. Podía mantener una mala resolución para siempre, pero no podía ni mantener una buena durante un mes. Gradualmente dejó esta de lado y tranquilamente reclamó ser el único Dios del universo entero.

Como decía, los celos son la clave; están presentes a través de toda su historia en lugar prominente. Son la sangre y los huesos de su Naturaleza, la base de su carácter. ¡La cosa más pequeña puede destruir su compostura y desordenar su juicio si lastima sus celos! Y nada excita esta característica suya tan rápida y, seguramente, en forma tan exagerada como la sospecha de que se avecina la competencia con el dios de la confianza. El temor de que si Adán y Eva comían del árbol de la sabiduría llegarían a ser como dioses. Lo puso tan celoso que su razón se vio afectada y no pudo tratar a esos pobres seres con justicia o caridad, ni siquiera refrenarse de tratar a su inocente posteridad en forma cruel y criminal.

Hasta el presente no ha conseguido su razón sobreponerse a esa sacudida; desde entonces lo posee una loca sed de venganza y su ingenio nativo ha llegado casi a la bancarrota por inventar dolores y misericordias y humillaciones y sufrimientos que amarguen la breve vida de los descendientes de Adán ¡Piensa en los males que ha ideado para ellos! Son multitudinarios; no hay libro que pueda nombrarlos todos. Y cada uno es una trampa colocada para una víctima inocente.

El ser humano es una máquina. Una máquina automática. Está compuesta por miles de mecanismos delicados y complejos, que desempeñan sus funciones con armonía y perfección, de acuerdo con las leyes pensadas para su gobierno y sobre los cuales el hombre no tiene poder; ni autoridad, ni control, para cada uno de esos miles de mecanismos, el creador ha planeado un enemigo cuya función es acosarlo, atormentarlo, perseguirlo, dañarlo, afligirlo con dolores y miserias y la destrucción final. Ni una se ha olvidado.

Desde la cuna a la tumba esos enemigos están siempre en funcionamiento, no conocen descanso, ni de noche, ni de día. Son un ejército; un ejército organizado; un ejército que sitia; un ejército que ataca; un ejército que está alerta, vigilante, ansioso, inmisericorde; un ejército que no cede nunca, que nunca da tregua.

Se mueve en escuadrones, en compañías, en batallones, en regimientos, en brigadas, en divisiones, fusiona sus partes y marcha contra la humanidad con toda fiereza. Es el gran ejército del creador y Él es su comandante en jefe. A su frente sus tristes banderas sacuden sus leyendas ante el sol: desastres, enfermedades y el resto.

¡La enfermedad! Esa es la fuerza principal, la fuerza industriosa, la fuerza devastadora, ataca al infante en el momento de nacer: le manda un mal tras otro; tosferina, sarampión, paperas, trastornos intestinales, dolores de dentición, escarlatina y otras especialidades infantiles. Sigue al chico hasta que se convierta en joven y le manda especialidades para esa época de la vida. Y sigue al joven hasta la edad madura y al maduro hasta la vejez.

Con estos hechos antes ustedes, ¿quieren tratar de descubrir cuál es el principal apodo cariñoso de este feroz comandante en Jefe? Les ahorraré el trabajo, pero no se rían. Es «padre nuestro que estás en los cielos».

Es curiosa la forma en que trabaja la mente humana. El cristiano parte de esa proposición directa, esta proposición definida, esta proposición radical e inflexible: Dios es omnisciente y todopoderoso.

Siendo este el caso. Nada puede suceder sin que Él sepa de antemano que va a suceder; nada puede suceder sin su permiso; nada puede suceder si Él quiere prevenirlo.

Eso está bien claro, ¿no es así? Vuelve al creador indudablemente responsable de todo lo que pasa, ¿no es así?

El cristiano lo acepta en la creación subrayada más arriba. Lo acepta con sentimiento, con entusiasmo.

Luego, habiendo de esta manera hecho responsable el Creador de todos los dolores y enfermedades y sufrimientos antes enumerados, y que Él podría haber evitado, ¡el inteligente cristiano lo llama mansamente Padre Nuestro!

Es como les digo. ¡Dota al Creador con todos los rasgos indispensables para ser un ser maligno y luego llega a la conclusión de que tal Ser y su Padre son la misma cosa! Sin embargo, niega que un loco malvado y el director de la escuela dominical sean la misma cosa esencialmente. ¿Qué les parece la mente humana? Quiero decir, en caso de que les parezca que existe la mente humana.

<<<Ir a Carta V

Ir a Carta VII>>>

Dejar un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *