CARTAS DESDE LA TIERRA – CARTA II

CARTA II

–Nada les he dicho sobre el hombre que no sea cierto. Deben perdonarme si repito esta observación de vez en cuando en mis cartas; quiero que tomen en serio lo que les cuento y siento que, si yo estuviera en el lugar de ustedes y ustedes en el mío, necesitaría este recordatorio cada tanto para evitar que flaqueara mi credulidad. Porque no hay nada en el hombre que no resulte extraño para un inmortal. No ve nada como lo vemos nosotros, su sentido de las proporciones es completamente distinto y su sentido de los valores diverge tanto que, a pesar de nuestra gran capacidad intelectual, es improbable que aun el mejor dotado de nosotros pueda nunca llegar a entenderlo. Tomen, por ejemplo, esta muestra: Ha imaginado un Paraíso y dejó fuera del mismo el supremo de los deleites, el éxtasis único que ocupa el primerísimo lugar en el corazón de todos los individuos de su raza –y de la nuestra–: ¡el contacto sexual! Es como si a un agonizante, perdido en un desierto abrasador, le permitiese un eventual salvador poseer todo aquello largamente deseado, exceptuando un anhelo, y éste escogiera eliminar el agua. Su Cielo se le asemeja: extraño, interesante, asombroso, grotesco. Les doy mi palabra. No posee una sola característica que él realmente valore. Consiste –entera y completamente– en diversiones que no le atraen en absoluto aquí en la Tierra, pero que está seguro de que le gustarán en el Cielo. ¿No es extraño? ¿No es interesante? No crean que exagero, porque no es así. Les daré detalles. La mayor parte de los hombres no cantan, no saben hacerlo, ni se quedan donde otros cantan si el canto se prolonga por más de dos horas. Presten atención a eso. Solamente dos hombres de cada cien tocan un instrumento musical y no hay cuatro de cien que tengan deseos de aprender a hacerlo. Tomen nota. Muchos hombres rezan, no a muchos les agrada. Unos cuantos oran largo tiempo, los otros abrevian. Van a la iglesia más hombres de los que quieren hacerlo. Para cuarenta y nueve de cada cincuenta hombres el día santo es insufriblemente aburridor. De todos los hombres que asisten a una iglesia un domingo, dos tercios ya están cansados a la mitad del servicio y el resto antes de que termine. El momento más grato para ellos es aquél en que el sacerdote alza las manos para la bendición. Se puede oír el suave murmullo de alivio que recorre la nave y apreciar su gratitud. Cada nación menosprecia a las demás. Cada nación detesta a todas las demás. Las naciones de raza blanca desprecian a las naciones de color, de cualquier tinte, y si pueden, las someten a opresión. Los hombres blancos rehúsan mezclarse con “los negros”, o casarse con ellos. No les permiten el acceso a sus escuelas o a sus iglesias. Todo el mundo odia a los judíos, no los toleran a menos que sean ricos. Les ruego que tomen nota de estos detalles. Más aún. La gente cuerda detesta los ruidos. A todos, cuerdos o locos, les gusta tener variedad en la vida. La monotonía los cansa rápidamente. Todos los hombres, según la capacidad mental que les haya tocado en suerte, ejercitan su intelecto constantemente, sin cesar, y esa ejercitación constituye una parte esencial, vasta y preciada, de su vida. Aquel con un intelecto mínimo, así como aquel con uno superior, posee algún tipo de habilidad, y siente gran placer en ponerla a prueba, verificándola, perfeccionándola. El niño que supera a su camarada en el juego, es tan laborioso y tan entusiasta en su práctica como lo es el escultor, el pintor, el pianista, el matemático, y el resto. Ni uno de ellos podría ser feliz si se le vedara el uso del talento. Pues ahora, ya tienen ustedes los hechos. Saben qué le gusta a la raza humana y qué le disgusta. Ha inventado un Cielo, sacado de su propia cabeza, por sí solo: ¡adivinen cómo es! Ni en mil quinientas eternidades podrían hacerlo. Ni la mente más capaz que ustedes o yo conociéramos en cincuenta millones de infinitudes podría hacerlo. Muy bien, les diré cómo es:

1.- Ante todo, les recuerdo el hecho extraordinario por el cual comencé. A saber, que el ser humano, al igual que los inmortales, valora desde luego, el acto sexual sobre todos los demás goces, ¡y sin embargo lo excluye de su paraíso!; solamente pensar en el acto lo excita, la oportunidad lo enloquece. En este estado y por alcanzar el irresistible clímax está dispuesto a arriesgar la vida, su reputación, todo, hasta su propio y extraño Paraíso. Desde la juventud hasta la edad madura los hombres y mujeres valoran la cópula por encima de todos los otros placeres combinados; y sin embargo es como les dije, no existe en el Cielo de estos seres, la oración ocupa su lugar. Así es como la aprecian; pero como todos sus llamados “dones”, es una insignificancia. En su mejor y más plena realización el acto es breve más allá de cuanto pueda imaginarse, quiero decir, de cuanto pueda imaginar un inmortal. En cuanto a su repetición, el hombre es limitado, oh, mucho más allá de lo que puedan concebir los inmortales. Nosotros, los que prolongamos el acto y su éxtasis supremo sin interrupción y sin retracción durante siglos, nunca podremos comprender y compadecer adecuadamente la enorme pobreza de estos seres en lo que se refiere a esta exquisita gracia que, tal como la poseemos nosotros, vuelve tan triviales las demás posesiones que ni siquiera vale la cuenta mencionarlas.

2.- En el Cielo del hombre, ¡todos cantan! El que no cantaba en la Tierra allí lo hace, el que no sabía cantar en la Tierra ahí sabe. Este canto universal no es casual ni circunstancial, ni se alivia con intervalos de silencio; sigue ininterrumpida y diariamente durante un período de doce horas. Y todos se quedan ahí; mientras que, en la Tierra, el lugar quedaría vacío en dos horas. El canto consiste sólo en himnos religiosos. No, es un solo himno religioso. Las palabras son siempre las mismas, alrededor de una docena en número, no hay rima, no hay poesía: “Hosanna, hosanna, hosanna, señor Dios del Sabaoth, ¡ra! ¡ra! ¡ra! ¡siss! ¡bum!… ¡Ah!”.

3.- Mientras tanto, todas las personas tocan el arpa: ¡millones y millones!, aunque en la Tierra no más de veinte de cada mil sabían tocar un instrumento, o siquiera desearon hacerlo alguna vez. Piensen en ese huracán de sonido ensordecedor: millones y millones de voces chillando al mismo tiempo y millones y millones de arpas rasgando al mismo tiempo. Yo les pregunto: ¿es odioso, es detestable, es horroroso? Consideren aún más: ¡es un oficio de alabanza; una liturgia de loa, de lisonja, ¡de adulación! ¿Me preguntan ustedes quién es el que está dispuesto a tolerar esta extraña adulación, esta adulación insana; y que no sólo la soporta, sino que la disfruta, la exige, la ordena? ¡Contengan la respiración! ¡Es Dios! El Dios de esta raza, quiero decir. Se sienta en su trono, asistido por sus veinticuatro ancianos y otros dignatarios de la corte, y pasea la mirada sobre kilómetros y kilómetros de adoradores tempestuosos y sonríe, y ronronea, inclinando la cabeza con satisfecha aprobación en dirección al Norte, al Este y al Sur: el espectáculo más raro y cándido imaginado hasta ahora en este universo, a mi modo de pensar. Es fácil deducir que el Inventor del cielo no fue el creador original, sino que copió las ceremonias teatrales de algún pobre e insignificante estado soberano de algún rincón de las atrasadas poblaciones de Oriente. Toda la gente cuerda detesta el ruido y, sin embargo, acepta con tranquilidad un cielo de esta clase –sin pensar, sin reflexionar, sin estudiarlo– y en verdad quiere alcanzarlo. Viejos de cabeza cana, profundamente devotos, emplean gran parte de su tiempo en soñar con el día feliz en que dejarán los cuidados de esta vida para penetrar en las alegrías de ese lugar. A pesar de eso se puede ver qué irreal es para ellos y qué poco convencidos están de que sea un hecho, porque no hacen ningún preparativo práctico para el gran cambio. Nunca se ve a ninguno de ellos con un arpa, ni se oye cantar a ninguno. Como ven, ese espectáculo singular es una ceremonia de alabanza: alabanza por medio de cantos, alabanza por postración. El cielo está representado por “la iglesia”. Pues bien, en la Tierra esta gente no puede soportar demasiada iglesia. Una hora y cuarto es el máximo y se establece el límite en una vez por semana. Es decir, el domingo. Un día de cada siete; y, aun así, no lo espera con ansias. En consecuencia, consideren lo que el Cielo les reserva: ¡una “iglesia” que dura para siempre y un Sabat que no tiene fin! Aquí se cansan pronto de su breve Sabat hebdomadario, pero desean con ansia el que es eterno; sueñan con él, hablan de él, piensan que piensan que van a disfrutar de él, ¡con todo su simple corazón piensan que piensan que van a ser felices en él! Es porque no piensan en absoluto; sólo piensan que piensan; ni dos de cada diez seres humanos tiene con qué pensar. Y en cuanto a imaginación, ¡oh, bueno, consideren su Cielo! Lo aceptan, lo aprueban, lo admiran. Es un parámetro de su capacidad intelectual.

4.- El inventor de ese Cielo incluye en él a todas las naciones de la Tierra en un embrollo común. En absoluta igualdad, ninguna se destaca sobre las otras; todos tienen que ser “hermanos”, mezclarse, orar juntos, tocar el arpa y cantar hosannas –blancos, negros y judíos, sin distinción–. Aquí en la Tierra las naciones se odian unas a otras y todas odian a los judíos. Sin embargo, las personas piadosas adoran ese Cielo y quieren entrar en él. Realmente lo desean. ¡Y en sus raptos de santidad piensan que piensan que si estuvieran allí tomarían a todo el populacho contra su corazón, y lo abrazarían, lo abrazarían, lo abrazarían! ¡El hombre es una maravilla! Me gustaría saber quién lo inventó.

5.- Cada hombre de la Tierra posee una porción de intelecto, grande o pequeña, de la cual se enorgullece. Su corazón se expande anta la sola mención de los líderes intelectuales de su raza y ama los relatos de sus espléndidos logros. Porque comparten la misma sangre, y al haberse ellos cubierto de gloria honran a sus descendientes. ¡Mirad, –exclama– lo que puede hacer la mente del hombre!; y pasa lista a los ilustres de todas las épocas. Señala las literaturas imperecederas que han dado al mundo, las maravillas mecánicas que han inventado, y las glorias con que han vestido a las ciencias y a las artes. Ante ellos se descubre como ante los reyes, y les rinde su más profundo homenaje, el más sincero que pueda ofrecer su corazón exultante – y superpone así el intelecto sobre las demás cosas de su mundo-, entronizándolo bajo la bóveda celestial en una supremacía inalcanzable. Y luego imagina un Cielo sin asomo de intelectualidad. ¿Es extraño, curioso, sorprendente? Es exactamente como lo cuento, aunque pueda parecer increíble. Este sincero adorador del intelecto y pródigo remunerador de sus servicios aquí en la Tierra ha inventado una religión y un paraíso que no rinden homenaje alguno al intelecto, ni le ofrecen distinciones, ni lo hacen objeto de su liberalidad. En realidad, nunca lo mencionan. Ya habrán notado ustedes que el Cielo del ser humano ha sido proyectado y construido sobre un plan absolutamente definido; ¡y este plan contiene un elaborado detalle de todo aquello que es repulsivo para el hombre, nada que le guste! Muy bien, cuanto más adelante prosigamos, más aparente se hará este curioso hecho. Tomen nota de esto. En el Cielo del hombre no hay ejercicio para el intelecto, nada que pueda alimentarlo. Allí se pudriría en un año, se pudriría y apestaría. Se pudriría y apestaría y en ese estado alcanzaría la santidad. Una bendición, porque sólo los santos pueden tolerar los goces de ese manicomio.

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